De organización de autodefensa, para proteger al proletariado y a sus organizaciones de clase, la Guardia Roja pasó a convertirse a partir de octubre de 1917 en el “brazo armado” que aseguró el triunfo de la revolución, en manos bolcheviques, en los primeros compases de la Guerra Civil rusa.
La noción de milicias armadas no era, por supuesto, nueva, sino que estaba perfectamente imbricada en la tradición revolucionaria contemporánea. A la altura de 1917 no era tampoco un fenómeno exclusivo de la convulsa Rusia y, de hecho, se convertiría en uno de los factores esenciales de la violencia política de Europa durante todo el periodo de Entreguerras, en forma de organizaciones paramilitares de clase o de partido, tanto revolucionarias como contrarrevolucionarias. Con algunos precedentes en 1905, el germen de la Guardia Roja se empezaría a gestar a partir de la Revolución de Febrero de 1917 y, frente a la idea de que se trató de una mera organización bolchevique, lo cierto es que surgió de forma espontánea, con un carácter local en las regiones industriales de Rusia, y sobre todo en Petrogrado y Moscú, como destacamentos (otryads) de autodefensa de la clase obrera sin filiación política. Naturalmente, en el transcurso de los acontecimientos desde febrero, estas milicias se identificaron con los sóviets, instituciones representativas genuinamente obreras, frente a un Gobierno Provisional que había surgido de la iniciativa de los sectores conservadores y liberales tras la abdicación del zar Nicolás II. La fricción entre ambos –en un proceso que se ha dado a conocer como el “poder dual” (dvoevlastie)– y la amenaza contrarrevolucionaria, escenificada a finales de agosto en el intento de golpe de Estado del general Kornilov, favorecieron una creciente influencia de militantes radicales (bolcheviques y social-revolucionarios de izquierda) en la Guardia Roja, lo que no implicó por aquel entonces un control sobre la misma.
Durante la Revolución de Octubre, cuando el Comité Militar Revolucionario del Sóviet de Petrogrado ordenó derrocar al Gobierno Provisional de Kérenski bajo la consigna de “todo el poder a los sóviets”, las unidades de la milicia obrera se adhirieron de forma unánime por propia iniciativa a una insurrección para la que, sorprendentemente, sus organizadores, en su mayoría bolcheviques, habían confiado en las unidades insurrectas del Ejército en las que era constatable que había fructificado su labor de agitación política. Marinos de la Flota del Báltico, soldados de la guarnición de Petrogrado y obreros armados formaron la terna que protagonizó el asalto al Palacio de Invierno y el control de la ciudad, mientras que en Moscú donde los enfrentamientos fueron considerablemente más violentos que en la capital, fue la Guardia Roja casi en exclusiva la que protagonizó el asalto al Kremlin para la conquista del poder.
Es en este proceso cuando va germinando su nuevo sentido como instrumento para la defensa y, más aún, para la expansión de la revolución, asociado al recién creado poder ejecutivo soviético –el Consejo de Comisarios del Pueblo (Sovnarkom)– y al comisario para la guerra, Nikolái Krylenko. Solo seis días después de la insurrección de octubre, contingentes de la Guardia Roja y otros elementos revolucionarios del Ejército, apoyados por la población civil movilizada para preparar las defensas de Petrogrado se batirían con éxito en los altos de Pulkovo, a las afueras de la ciudad, contra el intento de Kérenski, apoyado por los cosacos del general Krasnov –quien inminentemente se convertiría en uno de los dirigentes del movimiento blanco–, de recuperar el poder. El 20 de noviembre, encabezados por el propio Krylenko, elementos de la Guardia Roja avanzaron hacia Moguiliov para deponer al general Dujonin, jefe en funciones del Estado Mayor del Ejército imperial, que se había negado a dejar su cargo y acabaría asesinado. A partir de entonces, la Guardia Roja, que ya alcanzaba aproximadamente los 200 000 efectivos, se lanzó a extender la revolución más allá de las grandes regiones industriales. En lo que se conoció como “guerra del ferrocarril”, destacamentos de milicias obreras se desplazaban en trenes tratando de hacerse con el control de ciudades hostiles o de apoyar a los grupos revolucionarios aislados en la periferia del Imperio ruso. Particularmente trascendente fue su labor en el sur, en Ucrania y el Donbás, donde, al mando del bolchevique Antónov-Ovséyenko, se opondrían a las fuerzas de la Rada Central ucraniana, a los cosacos de Kaledín y a un incipiente Ejército Voluntario contrarrevolucionario. La Guerra Civil estaba en ciernes.
A la luz de estos acontecimientos, la tendencia a considerar a la Guardia Roja como el embrión del Ejército Rojo que culminaría la tarea de vencer finalmente a los enemigos del poder soviético durante la contienda resulta sugerente pero es poco exacta. De hecho el Ejército Rojo surgiría, en cierto modo, de la renuncia a los principios que encarnaba la Guardia Roja. El trauma de las conversaciones de Brest-Litovsk y la impotencia ante el avance de los ejércitos de las Potencias Centrales hasta la firma del tratado en marzo de 1918, sumado a las necesidades de una contienda civil de escala creciente, hicieron necesario el tránsito desde el ideal de un ejército miliciano voluntario, de extracción obrera, movido por su conciencia revolucionaria –un ejército “de clase” en definitiva–, a otro basado en la movilización masiva y obligatoria, nutrido mayoritariamente desde las filas del campesinado, necesitado de la experiencia y los conocimientos técnicos de la antigua oficialidad zarista –a los que se denominaba con el sintomático apelativo de “especialistas”– y sustentado en una férrea disciplina al estilo de un auténtico ejército regular. Buena parte de la cúpula bolchevique tardó en asimilar este hecho e incluso bien entrada la guerra civil aún hubo intentos de volver a un modelo de ejército revolucionario y no es menos cierto que la Guardia Roja dio lugar a algunas unidades propiamente regulares. Pero el final de esta milicia obrera fue más bien una disolución dentro de una organización de nuevo cuño. Muchos de sus efectivos pasaron a engrosar las filas del ejército –de forma relevante en cuanto a personalidades y cuadros se refiere– y, lo que quizá sea más representativo, dada su fiabilidad política, se convirtieron en el caladero de las nuevas organizaciones paramilitares y fuerzas de seguridad del poder soviético; y sobre todas ellas la implacable Cheká.
La Guardia Roja, disuelta oficialmente en el otoño de 1918 fue, en definitiva, el eslabón necesario entre la revolución y la guerra civil, dos procesos que a menudo se han tratado de explicar de forma aislada, pero que, siguiendo al profesor Evan Mawdsley, no se comprenden completamente de forma separada. Si la Revolución de Octubre aupó al poder a los bolcheviques, fue la guerra civil la que consolidó el régimen soviético bajo su dominio y la Guardia Roja desempeñó el papel militar clave en el tránsito entre uno y otro proceso.
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